El cuerpo sabe antes que la mente cuándo algo no va bien. A veces seguimos corriendo, cumpliendo, sonriendo, mientras dentro se encienden luces rojas que ignoramos. Los síntomas del estrés crónico no aparecen de un día para otro; se van acumulando poco a poco hasta que el cuerpo dice basta. Y cuando lo hace, ya no se trata de un simple cansancio. Es una llamada urgente para recuperar el equilibrio interior.
Síntomas que parecen inofensivos
Al principio, los síntomas del estrés pueden parecer pequeños: dormir mal, tener la cabeza llena de ruido, o sentir el estómago revuelto sin razón. Son molestias que atribuimos al ritmo de vida o al cansancio normal. Pero cuando se repiten día tras día, el cuerpo nos está hablando con claridad. He visto a muchas mujeres pasar meses justificando estos signos con frases como “es una época intensa” o “ya se me pasará”, hasta que llega un día en que no se pasa.
El estrés sostenido en el tiempo cambia nuestra química interna. El cortisol se mantiene alto y eso afecta al sueño, a la digestión, al ánimo y hasta al sistema inmunitario. Es como si el cuerpo viviera con el freno de mano puesto: avanza, pero forzado, hasta que un día el motor se resiente.
Cuando esos síntomas toman el control
Hay momentos en los que los síntomas del estrés dejan de ser señales y se convierten en obstáculos. Ya no hablamos solo de cansancio o insomnio, sino de irritabilidad constante, ansiedad, dificultad para concentrarse o sentir placer en cosas sencillas. El cuerpo está tan saturado de estímulos que ya no distingue lo urgente de lo importante.

Recuerdo una conversación con una alumna que me decía: “Me levanto cansada, me acuesto más cansada, y no sé en qué momento dejé de disfrutar de lo que hago”. Esa frase refleja exactamente lo que el estrés crónico provoca: nos desconecta del presente y de nosotras mismas.
Llega un punto en el que el cuerpo ya no puede sostener el ritmo que la mente le impone. Entonces aparecen los bloqueos, las enfermedades psicosomáticas, el agotamiento extremo. No son casualidad, son un freno biológico. Es el modo en que la naturaleza nos recuerda que también somos parte de ella y que no se puede crecer sin pausa.
Aceptar estas señales no significa rendirse; significa escuchar. Escuchar sin miedo, sin culpa, sin esa idea de que “no puedo parar ahora”. Porque si no paramos a tiempo, el cuerpo nos detendrá igual, solo que con menos delicadeza.
El principio del cambio
Reconocer los síntomas del estrés crónico es el primer paso para transformarlo. El segundo es darnos permiso para parar. No siempre implica dejarlo todo, sino empezar a hacer espacio. Respirar más lento, comer sin prisa, permitirnos no rendir al cien por cien.

Cuando decidimos parar un poco, el cuerpo responde con gratitud. Se relaja, se reorganiza, empieza a sanar. Y ahí, en ese pequeño acto de escucha, nace una forma nueva de estar en el mundo: más presente, más suave, más nuestra.

