Muchas veces pensamos en el estrés como el villano que nos sabotea el día, pero la verdad es que tiene un lado primordial, útil, necesario, es decir, hay un estrés positivo. Por eso, el problema no es el estrés en sí, sino cuando se queda con nosotras más tiempo del que le corresponde. En esta entrada te cuento cómo funciona de verdad, por qué nos “activa”, y cuándo empieza a pasarse de rosca.

EL ESTRÉS COMO IMPULSO VITAL: estrés positivo
El estrés no nace de la nada, ni de nuestro capricho: es un mecanismo de supervivencia. Cuando percibimos una amenaza —no tiene que ser un león, puede ser un correo que debemos contestar, una discusión tensa, un retraso que nos trastoca el día— el cuerpo se pone en marcha. El corazón se acelera, respiramos más rápido, la mente se enfoca. Eso nos ayuda a reaccionar y por esa razón este es un estrés positivo.
Sin ese empujón, muchas veces nos costaría arrancar, decidir, movernos. Es como encender un motor que te pone alerta. El problema llega cuando ese motor no se apaga.
cortisol: una hormona muy temida
Cuando algo intenso sucede, el cuerpo libera cortisol: podrías verlo como la supervisora del sistema de emergencia. Su función es clara: ayudarte a mantener energía, convertir reservas en combustible, ayudarte a responder. Así funciona el estrés positivo.
Pero si esa situación no se resuelve, el cortisol sigue circulando. Y ahí es cuando empieza el desgaste: tensión que no se disipa, alerta persistente.

Es como si tu casa pasara del calor agradable a convertirse en un horno permanente. A mi alrededor lo veo un montón: mujeres que no se dan permiso para frenar, madres que llevan múltiples roles, amigas que viven conectadas sin pausa. Al principio parece que están “aguantando”, pero con el tiempo esa tensión se hace notar con fatiga, insomnio, malestar general.
SEÑALES QUE EL ESTRÉS HABLA (AUNQUE NO TE DES CUENTA)
El cuerpo es sabio y habla: a veces con mensajitos suaves, otras veces con gritos.
Empiezas con pequeñas molestias: cuello tenso, digestión lenta, cabeza cargada. Luego vienen los síntomas que ya no puedes ignorar: insomnio frecuente, irritabilidad, distracciones, ansiedad sin motivo aparente. Lo más peligroso: acostumbrarte a ese estado. No es raro que alguien me diga: “Ya me siento así siempre; creo que es normal”. Pues no lo es…. o no debería serlo, desde luego.
Ese estado es una zona de alerta permanente que termina por agotar. Por ejemplo, una amiga mía con un trabajo muy demandante me contaba cómo llevaba semanas despertándose antes de sonar el despertador, sin motivo aparente, con la cabeza llena de tareas. No podía “desconectarse” ni en sueños.
ESTRÉS AGUDO VS. ESTRÉS CRÓNICO: UNA FINA LÍNEA
El estrés agudo aparece y desaparece. Es el que te acelera para un momento importante, pero luego se disipa, porque ya cumplió su función y deja de ser necesario.
El estrés crónico, en cambio, es como una sombra: siempre presente, aunque no siempre nos damos cuenta. Es ese estado en el que ya no sabes si estás relajada o simplemente en “modo espera”.
Vivir con estrés crónico es como caminar con una mochila pesada: no la ves todo el tiempo, pero la sientes en los hombros permanentemente.
El estrés no es un enemigo de entrada. Bien canalizado, es uno de nuestros motores más poderosos. Pero cuando se queda más tiempo del que debe, empieza a pasarse de la raya y nos quema por dentro. Aprender a reconocerlo es el primer paso para elegir cuándo permitirlo y cuándo hacer que se calme.


